Pobre Elicana: después de haber sido privada de su hermana mayor y, sucesivamente, de su padre, quien huyó al extranjero cuando ella era aún niña, acababa de recibir otra estocada certera. Sin embargo, contrariamente a los dos golpes anteriores, consideraba que este último fue ella, y no el Sino, quien se lo había asestado a sí misma. La última vez que Elicana vio a su madre, un mes y medio atrás, la halló envuelta en una capa de tristeza bastante espesa. Estaba sola, sentada a ras del suelo, sobre una piel de cordero, junto a la ventana que daba a un patio interior. Tenía un libro en su mano derecha y a Tao-Tao, el osito rojiblanco, en la izquierda.
Elicana pasó todo el día y toda la noche sobre las ascuas de los remordimientos. Se consideraba la responsable directa de la muerte de su madre. Se reprochaba a sí misma su egoísmo al haber antepuesto su felicidad a la de ella. «No debería haberme casado antes de haber convencido a mamá de que rehiciera su vida con otro hombre y de haberla ayudado a conseguirlo —se decía para sus adentros—. ¡Qué ingrata y qué egoísta he sido! Nunca tendré perdón ni de ella ni de Dios.»
Selemani solicitó a la señora Heide dos días de descanso no remunerado para poder acompañar a su esposa al entierro de su madre. Ambos cogieron el primer autocar que salía, de madrugada, para Dar Es Salaam. Allí, en el cementerio, después de haber recibido el pésame de los escasos amigos y familiares que habían acudido al entierro, Elicana le pidió a Selemani que la dejara un momento sola, y este, sin decir nada, se apartó unos metros y permaneció esperándola debajo de un ciprés.
Elicana se sentó a ras de la tierra con la que acababan de cubrir a su madre, sacó del bolso un cuadernillo y una pluma y se puso a escribir: «¡Mamá! He sido muy egoísta. Debería haber estado a tu lado para cogerte de la mano y ayudarte a subir la empinada escalera. Esta vez Tao-Tao no pudo, por sí solo, ayudarte a alcanzar el descansillo. Espero que me perdones. Te quiero».
Las lágrimas de Elicana llovían sobre el papel haciendo que las palabras se enternecieran tanto hasta desdibujarse. A Selemani se le partía el corazón viendo a su esposa tan abatida. Se le acercó lentamente y, al alcanzarla por detrás, colocó su mano sobre su hombro. Elicana arrancó la hoja, la colocó sobre la tumba, le echó un poco de tierra encima y se levantó. Ambos tenían que darse prisa para no perder el último autocar que salía para el pueblo.