MAMADÚ Y LOS VERBOS ESPAÑOLES, DE MOHAMMED DOGGUI: UN ANÁLISIS CRÍTICO

Manuel Gahete

                                    Catedrático de Lengua y Literatura.

Doctor en Filosofía y Letras

Una de las disciplinas más complejas a las que debe someterse el joven diletante en el aprendizaje de la lengua española es la conjugación de verbos. Tiempos, modos, personas y números se coaligan para convertir la materia de estudio en un intrincado bosque de flexiones paradigmáticas que, en algunos casos, exigen un acendrado ejercicio de fe en la virtualidad de la Gramática histórica y, por añadidura, el conocimiento arduo de las posibilidades morfológicas de la lengua española. Y esto no es más que el principio de una odisea instructiva que además nos conmina al aprendizaje de otros verbos, los irregulares, cuyas variaciones recalan en la aporía más desconcertante:

Mamadú (…) empezó a aprovechar sus ratos libres en la oficina para preguntar a los demás empleados cómo se conjugaban algunos verbos usuales (…). Los asimilaba rápidamente sin conseguir entender por qué a veces los españoles se complicaban la vida diciendo, por ejemplo, “yo hago”, “yo puedo” o “yo conduzco” en vez de “yo hazo”, “yo podo” y “yo conduzo”, respectivamente[1].

Para el estudio de nuestra lengua, ciertamente estas derivaciones suponen un verdadero calvario. No sé muy bien si el título Mamadú y los verbos españoles puede llevarnos a interpretar el inextricable sentimiento de un autor que ama la lengua en que escribió Cervantes aunque nos transmita, a través del protagonista del relato, no entender muy bien los intrincados paradigmas de quienes la pronuncian. Sea como fuere, Mohamed Doggui nos ofrenda un exquisito regalo, propio de las almas sensibles, para mostrarnos –y demostrarnos- que aquella bíblica torre de babel, causa de tan profundos abismos entre razas y pueblos, puede escalarse con un pertinente esfuerzo de buena voluntad. No podemos cansarnos de felicitar a Doggui por haber ultimado una narración coherente –que ya hubieran querido escribir algunos autores españoles de prestigio-, tachonada de hábiles recursos literarios y un peculiar bagaje de efectos retóricos, nada fáciles de instrumentar.

A la hora de configurar su narración, Doggui escoge la inversión temporal, un procedimiento de ordenación expresiva ciertamente complejo, que utilizará Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada. El relato comienza antecediendo el desenlace para ir rememorando, a modo de flashes narrativos, la historia del joven Mamadú, ahogado en las aguas del Estrecho, en algún lugar situado entre Algeciras y Tarifa, al intentar alcanzar, en busca de una inasible utopía, la costa española, remedo y realidad de la trágica situación que se repite con lamentable frecuencia. Son varios los nexos narrativos que hilan estos dos momentos de la acción axial entre los que sólo transcurre algo más de una hora:

Consultó el reloj en la barra de tareas y vio que eran las seis menos veinte todavía. Se levantó, empezó a vaivenear indolentemente por el despacho, cogió un libro que estaba sobre la mesa de Inma, era un poemario. Lo abrió al azar, leyó por encima un corto poema titulado “Desesperación”, pero se sentía tan desganada que cerró el libro enseguida[2].

Apenas calló Jorge Drexler, Puri miró el reloj y eran las siete menos cuarto de la tarde. Para hacer tiempo, se acercó a la mesa de su compañera Inma, volvió a coger el poemario, se dirigió a la ventana y buscó en el índice de la página correspondiente a “Desesperación”, el poema que había leído por encima, antes de enterarse de aquella tragedia[3].

El más significativo nos conduce al poema “Desesperación”, un referente ecléctico que marca la filiación poética de Doggui, trasladada testimonialmente a la personalidad de la narradora[4].

El segundo nos acerca al periódico digital, fácilmente reconocible, sobre el que la narradora infiere con edulcorada difidencia, que no oculta la insobornable voluntad de Doggui para poner al descubierto las falacias más sutiles:

Apenas la música empezó a esparcir sus notas de alegría suave por toda la atmósfera del despacho, Puri hizo clic en el icono de la versión digital de un diario español que pretendía ser el más independiente del país pero que ella, matizando, consideraba el menos parcial[5].

El tercero nos remite a las canciones que el autor va intercalando en el texto (seis en total), dos en el primer capítulo y dos en el último[6]. Es preciso señalar formalmente la impronta que el autor confiere a la música, eje y luz de tres de los seis capítulos que conforman el relato. Canciones y texto se imbrican en la materia literaria conformando una unidad de contenido y, por tanto de análisis, que bien podría dar asunto a una particular ponencia. No hablamos de esteticismos complementarios sino de sustancia argumental. Porque nada sobra en el relato de Mohammed Doggui. El autor desaparece tras la acción permitiendo que sea Puri, un personaje constante en el relato aunque periférico en el hilo argumental, canal directo para conocer al protagonista. El hecho de que una mujer sea la narradora tiene mucho que ver con el amable sensualismo que envuelve a Mamadú y lo focaliza como sujeto y objeto eróticos:

Aquel joven de veintiún años de edad era delgado, alto y tenía los ojos relucientes y la cara de un niño gracioso y bonachón. A Puri le fascinaban su agilidad y su dinamismo excepcionales y, sobre todo, su alegría contagiosa[7].

(…)

Mamadú era tan jovial que ni en los momentos más críticos la sonrisa se despegaba de sus carnosos labios[8].

(…)

Mamadú se quitó el polo naranja y, con el efecto de la reflexión de los últimos rayos del sol, su torso, empapado de sudor, semejaba un busto de acero negro recién bruñido[9].

(…)

Puri se acercó a Mamadú y, mirándolo tiernamente a los ojos, abrió los brazos y se acopló a aquel busto negro como una cabeza dorada[10].

Entre los dos extremos de esta columna vertebral, que entiba la estructura, se construye una intensa trama de fértil rendimiento literario. Sin embargo, la función referencial excede esta exégesis estética para llevarnos hacia una literatura de compromiso que emergerá en Europa después de la segunda gran guerra aunque el movimiento se hubiera gestado con anterioridad[11]. Paul Eluard, ajeno a la gloria que Platón legaba a los creadores, los incardina en su verdadera naturaleza exigiéndoles un testimonio palpitante: “el poeta no vive hoy fuera de los muros”[12]. Doggui nos transmite emociones sentidas, doliente conocedor de una realidad que provoca la adversidad más infausta. Su originalidad estriba en concertar dos puntos de vista aparentemente irreconciliables: el de la literatura individualista que centra su tensión argumental en la sensualidad amorosa y el de la creación solidaria que asume la gravosa responsabilidad de profundizar en el dolor; armonizar en definitiva lo que Gaetán Picón contrasta como la psicología del individuo frente a la tragedia de la condición humana[13]:

Puri cerró la revista intentando contener así las ganas de vomitar. Pero apenas levantó la cabeza, vio que la sala estaba llena de ancianos extenuados, mujeres lánguidas y muchachos mustios. Había criaturas raquíticas, de cuerpos desproporcionados, vientres inflados y costillas tan prominentes que amenazaban con traspasar sus prendas de vestir. Eran tan débiles que ni siquiera tenían la fuerza suficiente para ahuyentar las moscas plagadas en sus rostros[14].

Podría decirse que el autor escoge un tono memorialista, sin que esto signifique que haya intención de escribir memoria alguna, porque ni se redacta en primera persona ni se centra el argumento esencial en quien relata. Pero tampoco las memorias exigen una conexión directa entre el narrador y lo narrado. Frente al diario, las cartas o la autobiografía, de cardinal carácter íntimo, en las memorias predomina la crónica del mundo, de los acontecimientos externos, en los que el narrador participa en el contexto de una manera activa o pasiva[15]. Puri, agonista secundaria, es la narradora de los hechos que conducen a Mamadú, el auténtico protagonista, a abandonar Mali y engolfarse en una aventura sin retorno. Sus palabras nacen con emoción hipnótica, inferidas por el vértigo del avatar aciago, estallando como recuerdos que se vierten en chispazos luminosos, electrizantes, mezclados con el pesar, el deseo y la melancolía, motivación primicial del relato memorialista aunque no pueda considerarse como tal stricto sensu, por cuestiones obvias que no es el momento de diseccionar. Aunque el lector conoce la ficcionalidad de lo narrado, es palmario el propósito de la narradora de dejar constancia de lo acaecido, tocando el corazón pero ajena a sensiblerías, testigo fiduciario de una realidad que no necesita metáforas ni circunloquios. Así, en este plano de dicción representativa que nos obliga a sentirnos sujetos de los hechos narrados, la agonista –para que nuestra olvidadiza conciencia no tienda a confundirse- establece espacios y límites temporales:

Puri conoció a Mamadú en Mali hacía un par de años (…) un pueblo de la región de Kayes, ubicado a pocos kilómetros de la frontera con Senegal y Mauritania[16].

A partir de este momento, el relato es discontinuo, fragmentario, episódico, como acontece con las narraciones memoriales, destacando las acciones de los personajes aunque sin olvidar los trazos más íntimos de su psicología. El narrador recurre al procedimiento que los franceses llaman aide-mémoires, apoyaturas externas que delimitan el contexto privativo o una esfera concreta de lo que se pretende contar: Canciones, periódicos digitales, libros de poemas[17]. Como si el yo, que pudiera perderse en la lírica preciosista del subterfugio, reclamara los argumentos necesarios para verificar el tránsito de una vida capaz de reproducir textual y emocionalmente los avatares de un orden histórico.

Literatura y vida, ética y estética, realidad y deseo –como nos recuerda, porfiado, Luis Cernuda- son los elementos capitales de este relato que Mohammed Doggui ha escrito para conducirnos a tres concretas y convincentes consideraciones:

En primer lugar, la valentía para poner al descubierto sin tapujos el grave problema que convulsiona a los habitantes de los vecinos países de África, anhelando obtener la necesaria justicia y la legítima libertad imperiosamente deseadas.

En segundo, el riesgo que supone enfrentarse a una lengua ajena a la materna para manifestar emociones que aspiran al más alto grado de expresión, el lenguaje literario.

Y en definitiva, como consecuente corolario, el amor y el respeto que estas dos reflexiones primiciales entrañan por la vida humana y la literatura española: un compromiso que nos permite defender la individualidad creadora; justificar con argumentos insobornables la validez de una literatura emergente que, día a día, nos revela nuevas potencialidades y valores; y, en definitiva, explicar el mundo, que tenemos la obligación de mejorar, mediante la palabra poética, a la que Heidegger llamaba la lengua de los dioses.


[1] Mohamed Doggui, Mamadú y los verbos españoles, Diputación de Cádiz, Fundación Dos orillas, 2010, p. 41.

[2] Ibídem, p. 11.

[3] Ibídem, p. 53

[4] No podemos olvidar la labor poética de Doggui, merecedora de todo elogio. Escribir poemas en lengua española es una misión difícil, a veces imposible, para la mayoría de los hispanohablantes. Con la obra Entre Levante y Poniente (Sial/Casa de África, Madrid, 2006), Doggui superó más que dignamente este reto.

[5] [5] Mohamed Doggui, Mamadú y los verbos españoles , p. 11.

[6] En el capítulo I: “Una lengua común” de Pedro Guerra (p. 11) y “Cuando un amigo se va”, interpretado por Alberto Cortez (pp.14-15). En el capítulo VI: “Clavo mi remo en el agua” de Jorge Drexler y “Tajabone” del cantante senegalés Ismael Lo. En el capítulo V encontramos la preciosa balada Malaika (pp. 44-45) y, en la voz de Nina Simone, la composición musical “Ne me quitte pas” del compositor Jacques Brel (p. 46).

[7] Mohamed Doggui, Mamadú y los verbos españoles, p. 18

[8] Ibídem, p. 19.

[9] Ibídem, p. 44.

[10] Ibídem, p. 45.

[11] El poeta germano Stefan George, en su libro El Nuevo Reich, donde se profetiza el resurgir de Alemania, proclama que, cuando todo un mundo y una creación milenaria de cultura se tambalean, el poeta no puede permanecer en su torre de marfil sino que debe descender a la arena y combatir con el arma en la mano (Vid. Ángel Sobreviela, “Stefan George, el poeta de la Revolución Conservadora” -4ª parte, “El nuevo o penúltimo Reich”-. Goerge alude a esta cuestión en el poema titulado “El poeta en tiempos de tormenta”, “Der dichter in zeiten der wirren”, p. 17).

[12] Paul Eluard, Poèmes politiques, Paris, Gallimard, 1948, p. 12.

[13] Vid. Gaetán Picón, Malraux par lui-même, Paris, 1953, p. 67.

[14] Mohamed Doggui, Mamadú y los verbos españoles, op. cit., p. 26.

[15] Cf.  José Romera Castillo (ed.),  La literatura como signo, Madrid, Playor, 1981, p. 53; y Mercedes Arriaga Flórez, Mi amor, mi juez. Alteridad autobiográfica femenina, Barcelona, Anthropos,  2001, pp. 18-19.

[16] Ibídem, pp. 17-18.

[17] Vid. Francesc Espinet i Burunat, “Cataluña 1888-1936 a través de las autobiografías”, en Anthropos 125, pp. 65-70.

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