NOSOTROS, ESOS OTROS DE NOSOTROS

Por Ahmed Balghzal

Licenciado en Letras por la Universidad Mohamed V de Rabat

Profesor de ELE (Español como Lengua Extranjera)

¿Qué significa, hoy, ser “hispanista”? Existe la definición más elemental y ampliamente aceptada: el que tiene por oficio, dedicación o inclinación el estudio del mundo hispánico e hispanoamericano y sus culturas es dado en llamarse “hispanista”. En los inciertos tiempos que marcan el magma de nuestra modernidad líquida e inquietante, tal definición obvia matices y significaciones fundamentales para comprender en profundidad la rizomática condición del hispanismo. El hispanismo es antes que nada, una manifestación de una condición y un estado de malestar epistemológico marcado por las patologías de las identidades atoradas. Ser hispanista es un intento constante y vano de buscar sentido a la pertenencia/no-pertenencia en los límites inventados de las geografías imaginarias de las identidades. Dentro del laberinto borgesiano en que deviene la existencia hoy en día, el sentido de tal búsqueda se orienta hacia el primero de los vectores del hispanismo: la lengua. Un hispanista es un Don Quijote de la modernidad que busca en su ejercicio lingüístico un sentido de su existencia. Contra el molino de vientos de las interpretaciones cerradas de “lo propio”, hace valer su don más apreciado, su condición lingüística, para destejer los hilos de tales geografías, estirándolos hacia nuevas fronteras. Sus hazañas, las más de las veces llevadas con mayor sacrificio, alimentan la riqueza de tales imaginarios, y la licuación de la mismidad. Pero, como “lo propio” es una construcción hegemónica de visiones, imágenes y mitos arquetípicos elevados al rango de condiciones sine qua non de la identidad, frente a otros subalternizados yrelegados a parias, la condición hispanista termina incrustada coercitivamente en la frontera. Los hispanistas somos la cara de la marginalidad, un gremio cuya diferencia lo sitúa en el margen del “nosotros”.

Ser hispanista en la actualidad, creo, es vivir la identidad desde la desgarradura del sentimiento de la pertenencia/no-pertenencia, eso es desde el síndrome goytisolano de hacer de la vida un exilio. Cierto es una realidad voluntaria e intencional, pero deja muchas secuelas de difícil saneamiento. En el camino de la conquista de tal condena-privilegio, la metamorfosis se hace una ecdisis. Una ecdisis dolorosa y mareante. Lo es especialmente en nuestro caso, nosotros los pueblos con un agudo y profundo agujero en la memoria colectiva llamado “época colonial”  que se suma a otro dolor sedimentario dejado por las genealogías conflictivas. Somos las consecuencias de unas herencias árabo-beréber-islámicas mal digeridas. Pensar los imaginarios identitarios desde una lengua extranjera se convierte en un ejercicio además de arriesgado, infinitamente doloroso. Lo es no solo por las implicaciones, por lo mucho que nos esforzamos en obviar sus herencias en tanto que pueblos con pasado colonial, de este pasado, sino por el sentimiento individual de gharaba, alienación y de esquizofrenias identitarias que marca nuestra labor. Apropiarse de una lengua extranjera, aún más hacerlo de una forjada en y por la colonialidad como lo es el español, en este caso es una perpetuación cotidiana de una memoria tatuada. Nuestra labor tiene mucho de hurgar intencional y continuamente en la misma herida, salvo que aquí el resultado es una doble condena. Una doble condena que significa una dosis doble de dolor epistemológico.

El hispanista es ante todo un extranjero, camusianamente extranjero, que oscila entre dos o más construcciones identitarias. Por su diferencia y su pertenencia/no-pertenencia definitiva a ninguna de las dos orillas de su identidad, se convierte en un doble condenado en la marginalidad epistemológica. Ni es definitivamente un miembro del cuerpo orgánico de la cultura de su propia mismidad, ni es cabalmente uno más de la otredad. La intersticialidad del hispanismo es un desarraigo y una nausea epistemológica constantes. La nación, cualquiera que sea su forma y su geografía, es una narración. En el caso nuestro, esta narración es el hispanismo y es una hecha desde la aflicción  de la incongruencia, el dolor de saber que, haciendo de una lengua extranjera la frontera de la piel del círculo inventado de lo “propio”, estaremos eternamente en un limbo, y en una tierra sin-tierra. El sentimiento del vacío es tan demoledor. Ser hispanista es una —empleando una vocablo de dariya intraducible— hasla existencial, es ser atrapado en un impasse. El hispanismo es un sin-lugar de enunciación.

Aparentemente tal condición de encierro en un “huis clos” sarteriano del mismo modo que provoca un dolor existencial-epistemológico, es también una realidad proteica. Las fronteras de la identidad no son solamente lugares de la enunciación de la legibilidad ilegítima y la fragilidad subalterna, sino también el lugar ideal para ensayar bricolajes identitarios que en algunos casos resultarían cruciales para la supervivencia de “lo propio”. En tiempos de guerras de imaginarios, que son nuestra modernidad de tribus modernas, ser alguien de la frontera es algo vital. Nos permite pensar los parámetros de la identidad fuera de la normalización canónica. Quien oficia y obra desde una lengua extranjera, cuestiona siempre el statu quo del “nosotros”, le disputa su legitimidad epistemológica y afirma la existencia de otras formas de interpretación y representación de la mismidad. Es un discurso que, como en la filosofía taoísta del yin y el yan, en su oposición, complementa y alimenta tales representaciones. Las construcciones identitarias son cemento fundamental para el devenir de las culturas. No son ningún lujo imprescindible. Ningún pueblo puede prescindir de su memoria, de sus representaciones y de su consciencia de sí mismo. Son elementos tan fundamentales para su genuinidad. Sin ellas estaremos en un mundo repetitivo y de aborrecible monotonía —¿Qué iba a ser de nosotros sin la decisión del Yahveh en la Torre de Babel?-—. El hispanismo, en tanto que condición fronteriza y marginal, es un puente acuático que permite a estos imaginarios de la genuinidad salir al encuentro de otros. De sus puentes dependen muchas veces la suerte y el devenir de culturas enteras. Es cierto que el hispanismo es una condena —doble condena, incluso—, pero es también una oportunidad para las resiliencias identitarias. En lo colectivo su hasla, libera. En lo personal su vacío, colma.

Para darse cuenta de lo trascendental que puede resultar tal resiliencia de la pertenencia/no-pertenencia no hay más que echar vista a nuestra sociedades de tribus modernas. Los nacionalismos, con sus pretensiones altivas y altivistas, los narcisismos de los racismos y de la xenofobia y las discriminaciones, por ejemplo, son de alguna manera consecuencias directas de interpretación-representaciones erróneas del sentido de la mismidad. Los usos equivocados de los imaginarios puede tener consecuencias trágicas. La existencia desde la resiliencia del vacío y de la marginalidad, en este caso el hispanismo, es un sano remedio a muchas de las patologías de nuestras sociedades actuales. Quienes viven en los puntos intersticiales de su cultura son los héroes del entre-medio. Son agentes que en sus dedicaciones, en su piel lingüística contribuyen a la licuación de la existencia de las culturas. Permiten la movilidad y la permeabilidad de las culturas. Por lo muy tribales que somos, ninguna cultura en la actualidad puede vivir en el autoabastecimiento. En la vida de las culturas el autoabastecimiento es sinónimo de inmovilidad. Pretenderlo es cometer un homicidio intencional. Todos necesitamos del prójimo, aunque tan solo sirva como espejo para mirarnos y darse cuenta de lo feo que somos como cultura. El hispanismo es este espejo tan necesario.

Los hispanistas, con todas nuestras patologías epistemológicas, somos, por lo tanto, tan necesarios para la vida de la mismidad y su centro. Somos las voces traviesas que fuerzan la venas de la identidad nacional a abrirse. Los cuerpos de las culturas son seres vivos, tan vivos incluso. Necesitan de un oxígeno para regenerarse. La marginalidad del hispanismo es la membrana que lo permite y vela, por consiguiente, por la vida de las culturas. Sin su condición resiliente, las culturas se asfixian. Pero también, sin su eficacia intersticial podrían sumergirse en la aglutinación de la hipercturalidad, ese riesgo disfrazado del globalismo capitalista. El auge de la fiebre comunicativa, lejos de acercarnos, nos mantiene sumergidos en la desinformación, en la hipercomunicación y el hiperentretenimiento hasta el punto de diluirnos en la hamburguesación del sistema cultural mundial. El nuevo paradigma cultural mundial es tan cruel con las diferencias de las culturas frágiles, aquellas que están en menor posición de recursos para sobrevivir al arraso del modelo cultural dominante. Ser hispanista, un entre-medio, un marginal y un diferente que regulariza los niveles del flujo de las comunicaciones interculturales, parece una necesidad. Sí, somos tan necesarios. Somos diferentes del centro y sus statu quo y del sistema universal y sus imposiciones hegemónicas. Esta doble diferencia es tan útil para la vida de este “nosotros”, es un muro que se alza en contra de los imaginarios dañinos procedentes de los dos lados de la frontera. De nuestra doble funcionalidad nace y perdura la esencia de “lo nuestro”. A fin de cuentas, resulta que nosotros somos esos otros de “lo nuestro”, pero también, en nuestra diferencia somos unos otros como el resto de los nosotros. Somos la otredad que permite a este “nosotros” ser fiel a su esencia: nos-otros.  

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